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¡Un abrazo!

Tres años después... un árbol

Hace unos tres años que el Atleti volvía a jugar la Champions League después de muchos años de sestear por los parajes del infierno y la pegajosa mediocridad. La larga, tortuosa y penosamente gestionada travesía del equipo desde el fango de la segunda división hasta las posiciones privilegiadas, que se supone le corresponden a un equipo del historial del nuestro, parecía por fin enderezarse. La mayoría de la afición atlética parecía también ponerse de acuerdo en que ese era el rumbo a seguir pero se dividía en función del grado de emoción que aquel cuestionable hito suponía para el corazón rojiblanco de cada uno. Desde los que lo celebraban con euforia desatada hasta los que, como yo, entendíamos que aquello era más fruto del ensayo y error pero que independientemente de ello cualquier posición por debajo de la 3ª no puede considerarse nunca un éxito (salvo circunstancias excepcionales) y en ningún caso un “objetivo”. El Atleti por fin parecía entonces colocarse en la rampa de salida de lo que podría ser un futuro algo más prometedor. Solamente hacía falta un plan, inteligencia y tiempo.

El ansiado plan jamás se hizo. Ni siquiera nadie en el club se planteó la posibilidad de trazar una hoja de ruta o definir unas líneas de actuación. El objetivo era otro así que el monstruo se disfrazó de improvisación. La inteligencia como se ha comprobado se empleó para otras cosas y el tiempo ha pasado de ser un amigo a un enemigo. Entonces nos cuestionábamos si estábamos bien pero lo que es evidente es que el Atlético de Madrid está peor que hace tres años.

La lamentable herencia futbolística que dejó Aguirre parecía despejar el camino para que los responsables de este club entendieran de una vez que la forma de jugar de un equipo de fútbol no es algo accesorio y vacío como por ejemplo las declaraciones de Enrique Cerezo sino que además de suponer los cimientos y la simiente de todo lo que viene después es también parte de la esencia intangible que transmite la imagen del club. Si los once jugadores que juegan con la camiseta del Atleti lo hacen de forma cobarde el Atleti, como símbolo, es cobarde. Por supuesto esto es muy difícil de entender para gentes como Cerezo o los herederos Gil que ni entienden ni les gusta el fútbol. El entrenador y el sistema de juego del Atleti fueron y son monedas de cambio. Casquería barata para rellenar huecos. Los cromos que regalan junto a un pastel de bollería industrial. El entrenador del Atleti debe reunir únicamente tres características: favor de la prensa, silencio contable y respeto a los capos de la “famiglia”.

La dirección deportiva no ha existido ni existe. El despacho lo tenía y lo tiene ocupado un funcionario del régimen que es la representación dentro del club de los representantes de jugadores que lo dirigen desde fuera y que tiene fundamentalmente la labor de que exista mucho movimiento de caja. Olvidados para siempre de los criterios futbolísticos las premisas son las grandes cantidades. Las que se puedan quedar por el camino y las que en poco tiempo puedan volver a dejar. Fantasiosos nombres de leyenda forjados en ligas lejanas de “intachable” reputación. Desde aquel Atlético de Madrid en la rampa de salida de la elite hasta el Atlético de Madrid de finales de Junio de 2010 han salido: Heitinga, Ufjalusi, Maxi, Maniche, Simao, Motta, Jurado y tiene toda la pinta de que también se irán Agüero, De Gea y Forlán. En su lugar han venido: Sinama, Asenjo, Juanito, Cabrera, Filipe Luis, Godín, Diego Costa, Fran Merida, Salvio, Juanfran, Elías, Miranda, Silvio y Gabi. Seguro que me dejo alguno pero hablo de memoria. Basta comparar nombres para echarse a llorar.

Tres años después los jugadores del Atleti emiten comunicados públicos diciendo que se quieren ir y sus compañeros de vestuario lo entienden. Los canteranos que hasta hace cuatro días se les perdonaba sus errores por el caluroso amor que profesaban a nuestros colores no sólo entienden también que sus compañeros se quieran marchar del Atleti sino que son ellos mismos los que se quieren ir.

Tres años después los históricos del Atlético de Madrid que hicieron grande ese escudo se niegan a formar parte de la estafa y no tienen problema en emitir razonamientos peregrinos para justificarlo.

Tres años después los entrenadores a los que desesperadamente se invita a venir declinan sin cuestionárselo. No sólo aquellos con cierto nombre en el panorama sino incluso aquellos otros que acaban de empezar en esto y necesitan trampolines vistosos. Todos se niegan a ocupar ese lugar en el organigrama del club en el que a cambio de mucho dinero lo único que tienen que hacer es sentarse todos los domingos en el banquillo, sonreír a la prensa, guardar silencio y hacer lo que buenamente puedan con los jugadores o ex jugadores que se encuentren en el vestuario. Tal es el desprecio por esa figura que no hay problema en que la ocupe un personaje que ya dejó un profundo legado de negligencia, soberbia, incapacidad y aburrimiento.

Tres años después el Atleti está, en estas condiciones, a pocas semanas de iniciar una nueva temporada fuera de la Champions League y tratando de entrar en la segunda competición europea por la humillante puerta de atrás de los partidos estivales frente a equipos cuasi amateurs que dolorosamente recuerdan a tiempos de intertoto con un barbilampiño Fernando Torres correteando con la tela de araña de Spiderman sujeta al pecho.

Tres años después la heterogénea, minoritaria y maltratada desde todos los estamentos oposición denota muestras de cansancio y hastío. El constante desprecio y ninguneo de la prensa oficial se le une ahora el intento fallido y mal explicado de ese otrora esperanzador conato de aglutinar el descontento en torno a un supuesto eslogan que ha quedado (y ojalá me equivoque) como una pataleta a destiempo, cutre y sin fondo que a muchos nos ha hecho hundirnos un poco más en el desencanto.

Cierro la temporada con la sensación de la derrota. De cierre de ciclo vital. Mi ciclo vital. Asumiendo que el Atlético de Madrid que veré a partir de hoy es diferente. No muy diferente del que el resto del mundo veía hace unos meses pero si muy diferente del que yo veía hace unos meses. No voy a seguir engañándome. No voy a intentar creer que esto sigue siendo en parte el Atlético de Madrid. Esto, esta bazofia insalubre y dañina, es lo que hay y esto es lo que habrá mientras no se cambien los personajes que controlan las puertas. Ni siquiera sé si podrá se diferente después pero trataré de aferrarme a ello. Dejaré de soñar, guardaré las referencias colchoneras, trataré de disecar mis sentimientos, peinaré todas las noches mis memorias para que no se marchiten con la esperanza de que algún día, antes de que todo se evapore definitivamente, pueda crecer en este mismo terreno hoy seco, podrido y baldío el árbol que aun sin ganas y sin esperanza vuelvo a plantar esta temporada.


“Si supiera que el mundo se acaba mañana yo hoy todavía plantaría un árbol”
(Martin Luther King)

Erase una vez en... Madrid.

En una de las escenas más memorables de una de mis películas fetiche de todos los tiempos (la fabulosa “Érase una vez en America” del italiano Sergio Leone) un joven ratero de la parte judía del barrio de Brooklyn llama y espera en la puerta de una vecina de su bloque ataviado con sus mejores galas y con un pastel de nata. Patsy sabe que su vecina es una de esas jóvenes del barrio de moral distraída que la necesidad de los crudos años 20 en Nueva York ha llevado a crecer antes de tiempo y a no tener reparos en intercambiar dinero, en cualquiera de sus formas, por favores sexuales. Patsy ha conseguido acordar con su vecina un precio y sabe que a cambio de uno de los pasteles de nata de la tienda de abajo será por fin capaz de adentrarse en el enigmático mundo de los placeres de la carne pero aquellos pasteles no son algo al alcance de cualquiera. Patsy es pobre y pasa tanto hambre o más que su deseada meretriz. Aun así consigue reunir el dinero que le permite comprar el dichoso pastel que lo dejará entrar en el paraíso. Enrique Cerezo no creo que sea nunca consciente de ello (a pesar de su profesión oficial) pero cuando el cine se transforma en arte a veces las palabras no son necesarias. En una hermosa escena sin palabras Patsy mira una y otra vez el pastel mientras espera. Abre el envoltorio devorado por la curiosidad pero lo cierra imaginando lo que está por venir. Su cabeza, su instinto y su corazón se pelean entre si pero el hambre de un crio sin caprichos hace querer volver a ver ese pastel que nunca ha tenido la suerte de probar. Así que decide abrirlo de nuevo y comerse un pequeño trozo sin que se note. Ese pequeño trozo lleva a otro trozo y ese otro trozo a la guinda. Mientras el crescendo de la sobrenatural música de Ennio Morricone lo envuelve todo Patsy acaba comiéndose el pastel hasta la última miga dándose finalmente por vencido. Cuando la vecina sale al rellano allí ya no queda nada.

Ahora mismo me encuentro viviendo esa escena en mis carnes pero no es que esté a las puertas de una renqueante casa de lenocinio. No al menos con la misma intención. Lo que estoy es ante la posibilidad de dejar definitivamente de sufrir con el Atleti. Con este Atleti. Con la casa de lenocinio que es hoy el Atleti. El precio es conocido y las condiciones están acordadas. Miro el teléfono y sé que bastaría hacer una llamada para decir que no quiero que me facturen el recibo correspondiente al abono 2011/2012 que expende el todavía hoy llamado Club Atlético de Madrid. Sólo eso. El resto vendría de forma natural. El espacio de los fines de semana lo ocuparían otras cosas. El olvido mutaría a desinterés y el desinterés en desprecio. La distancia pondrá cordura y sensatez y el tiempo cicatrizarán las heridas sin dejar apenas marcas. Las razones son obvias, los motivos son todos.

Muchas personas lo han hecho antes que yo. Muchas otras personas lo están haciendo ahora mismo. Personas orgullosas e inteligentes. Colchoneras hasta el tuétano y magulladas en la pelea. Personas por las que guardo el mayor de mis respetos. Amigos, hermanos. Anónimos personajes por los que tengo admiración. Compañeros de tertulia, camaradas del ciberespacio. Reputados periodistas de despierta inteligencia. Seres queridos de todo orden y condición dentro y fuera del Atleti me dicen que por el bien de mi salud corte el cordón umbilical con eso que una vez me dio la vida y que hoy respira con dificultad estando terminalmente podrido. Eso que durante tantos años ha albergado una parte de un corazón que ensanchó para albergar alegría y emoción pero que hoy sólo alberga vergüenza, rabia y decepción.

Pero abro el envoltorio y no veo a Manzano o al Kun o a Cerezo. Veo a Luis Aragonés a Dirceu y a Vicente Calderón. Meto el dedo y cuando me lo llevo a la boca no paladeo las declaraciones de MA Gil, ni las hoy infectas gradas del estadio, ni el juego soporífero liderado por De los Santos, ni la enésima derrota contra el Madrid, ni la tradicional portada del MARCA con alguien o algo defecando en el escudo del Oso y el Madroño. A pesar de lo que mis ojos ven me viene el recuerdo del sabor de ganar una Copa del Rey en el Bernabéu abrazado a mi hermano, de los amigos que hice en aquellas durísimas y parcialmente vacías gradas de cemento del antiguo Manzanares, de ganar al Madrid estando por encima de ellos en la clasificación, de querer imitar a Dirceu, a Rubio, a Alemao, a Shuster, a Pantic, a Caminero, a Setien, a Juninho,… o de ver como los equipos venían a encerrarse porque mi equipo siempre salía a ganar. De tantos vikingos que no nos entendían pero envidiaban la forma en la que vivíamos nuestra afición, de las cervezas eternas en ese minúsculo bar de la arganzuela, de los copazos en La Taberna Fantástica, de la vuelta tras los partidos comentando la jugada con el Richy, con el Teno y con mi hermano. Del cálido abrazo que me di en Hamburgo con el señor que tiene el abono delante del mío y de que todos sepan en todos los sitios que soy del Atleti. Y quiero estar lo más cerca posible de todo eso. Trato de pensar en los placeres que me deparará una vida libre de la condena del peso muerto que supone cargar con este Atlético de Madrid disecado y mugriento pero no puedo dejar de recordar el sabor de la nata. Miro a la puerta y miro al dulce y no sé qué hacer. Pecaré en cualquier caso.

Al final de la película Max descubre al espectador que en realidad no murió a manos de la policía en aquella extraña redada que obligó a Noodles a huir de la gran manzana. No sólo está vivo, es millonario, se quedó con el millón de dólares de la pandilla y ahora es un reputado político sino que además está casado y tiene un hijo con Deborah, el amor de la infancia del propio Noodles. En ese momento Max pone un revolver en la mano de su antiguo amigo y le pide que sea él quien acabe con su vida al no tener el valor de hacerlo por si mismo. La respuesta de Noodles es la que yo daré el día que me pidan dar el tiro de gracia o certificar la defunción del Atlético de Madrid. Es quizás la respuesta que puedo dar hoy mismo independientemente del tiempo que quiera seguir conscientemente engañándome. No sé de qué me habla. Yo a usted no lo conozco. Yo tenía un amigo llamado Max (Atleti) pero desgraciadamente murió hace muchos años a manos de la policía (giles & friends). Usted tiene la misma cara no puede ser mi amigo. Él nunca hubiese podido hacer esto.