Muchas gracias a todos los que os habéis pasado por aquí durante todos estos años.

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¡Un abrazo!

Chau, no va más.

Hacía un rato que habían terminado todos los actos en el Calderón pero yo no quería irme. Sabía que en el momento en el que entrase en el vomitorio sería la última vez que lo haría. Sabía que según bajase esas gastadas escaleras de cemento que he bajado un millón de veces estaría dejando un gran pedazo de mi propia vida. Que estaría despidiéndome de un lugar que me ha servido de referencia para explicar casi todas las cosas, buenas y malas, que me han pasado hasta hoy. Un lugar que aparece siempre en mi relato. Como un eje ortogonal. Como un asidero. Como una brújula. Como una muletilla recurrente que me ayuda a explicarme.

Se va el Calderón, sí. Para siempre. Y quizá debería sentirme afligido (y lo estaré) pero hoy no. No puedo estarlo después del día tan maravilloso que he pasado.

Decía Victor Hugo que la melancolía es la felicidad de estar triste y quizá sea eso. Que puedo convivir tranquilamente con esa especie de tristeza etílica que me ayuda a soñar sin que mis pies se paralicen. Sin ser tan cretino de querer cambiar un pasado que no se puede cambiar. Sin tener que sufrir por cosas que todavía no han ocurrido. Sin obligarme a tener que renunciar voluntariamente a algo a lo que no quiero renunciar. Que me hace sumamente feliz. Sé que volveremos a reír y a llorar y a cantar goles y a beber cerveza y a abrazarnos y despedirnos hasta el siguiente partido. Claro que lo haremos. Exactamente igual que lo hemos hecho hoy. Por mucho que ahora mismo sea incapaz de contener el llanto.

Se va el Calderón, sí, pero se va por la puerta grande. Con los suyos. Con los nuestros. Ganando a nuestros padres fundadores con un juego “sensacional”. “Gustando del fútbol de emoción”. Con un doblete del niño Torres. Coreando los nombres de los héroes que forjaron su leyenda. Soñando con el mañana. Orgullosos de nuestro ayer. Sin aspavientos. Sin ostentación. Siendo el Atleti. Celebrando el título de liga de unas deportistas que han venido para quedarse. Con dignidad y elegancia. Teniendo rematadamente claro lo que queremos y lo que no queremos ser.

Se va el Calderón, sí. Claro que se va. Igual que se fue Ilsa Lund. Igual que se fue Noodles. Con la voz quebrada de Gárate y con la ovación cerrada a Margarita, esa dueña legendaria del córner de Pantic. Con la sonrisa de Futre congelada en el tiempo y el esforzado paseo de Leivinha. Con niños correteando con la camiseta rojiblanca por el campo. Con la megafonía estropeada y los asientos sucios. Con el cielo plomizo y al abrazo de mi compañero de grada. Ese tipo del que lo único que sé es que es del Atleti pero del que no necesito sabe nada más. Con Gabi superado por el peso de una afición que no necesita escucharlo para saber lo que dice. Rodeado de amigos. Con el rostro contenido de Luis Aragonés, que también estaba allí. Con la imagen borrosa de unas lágrimas imposibles de contener. Con el silencio mesiánico que aparecía entre las palabras de Simeone, ese tipo al que le debemos tanto. Con Adelardo y Juan Jose Rubio. Con Irureta y Griezmann. Conmigo. Con mi hermano. Con el Atleti a flor de piel. Con el Atleti en carne viva.

Hacía un rato que habían terminado todos los actos en el Calderón pero no quería abandonar la grada porque me resistía a dejar todo eso en el olvido. Porque no quería que se acabase un día que había sido extraordinario. Porque nunca he querido irme del Vicente Calderón y porque sigo sin entender que tengamos que hacerlo. Porque no quería tener que volver a asumir que las cosas no salen siempre como uno quiere. Pero es en ese momento cuando me he acordado de mi Padre. Como tantas otras veces. Del primero que me llevó a ese campo. De aquel primer día. Del lugar del que salimos para venir a pisar la grada del Vicente Calderón. De mi casa. De mi hogar. De ese minúsculo espacio sin comodidades en el que crecí feliz. De aquel lugar que ya no puedo visitar porque ya no está pero que sé que nunca dejará de existir mientras yo siga vivo. De ese sitio que tengo guardado aquí dentro. Muy dentro.

Entonces lo entendí. Dejé de hacer fotos, lancé un último beso al horizonte, solté un guiño cómplice al césped y me di la vuelta, encarando la salida con una sonrisa en la cara. Tarareando el trozo de una canción que escribió el escocés Mike Scott y que lo explica todo. “Me doy cuenta de que he deambulado muy lejos de casa, pero es que mi casa está conmigo, donde quiera que yo vaya”.

Chau, no va más, que diría Goyeneche.

@enniosotanaz

 Foto de Javier López.



Baile irlandés

Uno de los objetivos más típicos entre los invasores suele ser el de aniquilar la identidad del invadido. Tratar de demostrar que los que estaban antes nunca existieron. Suprimir su forma de hablar, su forma de pensar y su forma de sentir, para dar así una lección a la posteridad. Laminar el espíritu de un colectivo social porque, por alguna razón, es algo que molesta para la construcción de la verdad única. La suya. 

Cuando los ingleses llegaron a la isla de Irlanda no sólo tomaron medidas para destrozar la lengua o la religión de los nativos sino que también intentaron manipular su alegría. Si usted ha tenido la oportunidad de presenciar una danza típica irlandesa habrá visto que se trata de un preciosista ejercicio de filigrana en el que un bailarín mueve los pies a una velocidad endiablada, sin apenas desplazarse unos pocos centímetros del lugar en el que se encuentra. Los bailes irlandeses no siempre fueron así. Tuvieron que adaptarse a las circunstancias con la llegada de la galaxia inglesa. Cualquier manifestación cultural autóctona o nativa fue radicalmente prohibida entonces. Los bailes también. La música era parte integral de la personalidad irlandesa. Recorría las calles de la antigua Hibernia y, precisamente por ello, los ingleses intentaron hacerla desaparecer. Subestimaron el poder del corazón, sin embargo. No pudieron. La música no murió, sino que se trasladó a la clandestinidad del interior de las casas. Hogares pequeños. Humildes. Olvidados. Pobres. Allí tuvieron que adaptarse a las circunstancias. El baile tenía que desarrollarse ahora en lugares ínfimos, pero nada es un problema cuando hay voluntad. Si se cree se puede. Y pudieron. Siguieron bailando. Encima de una mesa. En una baldosa. Donde fuese. A pesar de jugarse la vida por hacerlo en un universo que no les quería como eran. A pesar de que hubiese sido más “razonable” no intentarlo. Imagino lo que pensarían aquellos irlandeses sonrientes, moviéndose al ritmo de un violín acelerado bajo la desconcertada mirada de algún inglés engolado. No lo pueden entender.

Lo que vivimos ayer en el Vicente Calderón fue una danza irlandesa. Una preciosa, emotiva, divertida y fantástica danza irlandesa que jamás olvidare. Allí, como irlandeses orgullosos, en nuestro hogar clandestino, nos reunimos los colchoneros que sobrevivimos a la invasión, para bailar sobre una mesa. Para celebrar nuestra forma de hablar, nuestra forma de creer y lo que es más importante, nuestra forma de sentir. Sí, la nuestra.

En ocasiones así me resulta hasta ordinario hablar de fútbol. Y sí, podríamos hacerlo. Fácilmente. Ese arranque espectacular. Esa forma de robar al balón al autodenominado mejor equipo de todos los tiempos y de todas las galaxias. Esa remontada en veinte minutos y, por qué no, podríamos hablar de lo gran jugador de fútbol que es Benzema. Pero hoy no puedo. No se aflijan porque para eso ya tienen los medios de comunicación ingleses. A todos. Yo soy de otra tribu. Yo hablo otro idioma. Mientras tú ves los maravillosos pases de Modric a mí se me eriza el pelo con el enésimo esfuerzo de Godín. Mientras tú aplaudes los recortes de Isco, yo me emociono con las lágrimas de Gabi. Mientras tú sonríes con los bíceps de Cristiano Ronaldo yo me pongo a llorar viendo un estadio lleno que canta bajo la lluvia en el mismo momento en el que nos acaban de eliminar de la final de Champions.

No creo que sea mejor que tú ni te pido que me imites. Lo único que pido es que entiendas que no somos lo mismo y que, a ser posible, le digas a los tuyos, a tus policías, a tus soldados y a tus peones, que nos dejen en paz. Que nos dejen hablar en nuestro idioma y no en el tuyo. Que nos dejen soñar y sentir como queramos. Que nos dejen bailar en la calle.

Hubo un momento en que se pudo. Claro que lo hubo. Faltaba todo el partido y sólo había que meter un gol. Podemos hacer malabarismos especulativos sobre lo que podría haber ocurrido llegado el caso, pero es que en el fondo da lo mismo. La realidad es tan caprichosa que no se puede cambiar. Nosotros, mejor que nadie, deberíamos saberlo. Llegó el gol de Benzema (porque el gol es de Benzema) y hubo una fuerte fluctuación en la fuerza. Pero los colchoneros nos adaptamos a todo. Porque está en nuestra naturaleza. Porque somos irlandeses. Porque sentimos y porque amamos. Y desde ahí, desde el amor, construimos el siguiente relato. El del orgullo. El nuestro. Morimos como Lazar Hrebeljanović en el Campo de Los Mirlos para trascender. A nuestra manera. Dejamos lo tangible, lo que se controla con el dinero y el poder, para centrarnos en lo etéreo, lo que se alimenta del sentimiento de adhesión. Lo que no se puede comprar ni reprimir. Se es o no se es. Se siente o no se siente. No hay más. Y lo hicimos. Claro que lo hicimos. Convertimos el Vicente Calderón en una fiesta en la que nuestros jugadores eran los músicos y nosotros bailábamos. Borrachos de emoción. Alegres. Para asombro del que quisiera mirar.

Quince minutos después de terminar el partido, veinte minutos después de que el cielo de Madrid se abrirse en canal y decidiese unirse a la fiesta llorando de alegría como un colchonero más, me di cuenta de que delante de mí había una persona sola. El estadio seguía prácticamente lleno a pesar de la lluvia y los jugadores habían vuelto a salir al césped para recibir el merecido calor de los suyos. Todos estábamos empapados pero llevábamos al menos un chubasquero o algún elemento de protección. Él no. Él vestía elegante, con chaqueta, camisa y pantalón, que a esas alturas estaban completamente abnegados. Daba igual. Seguía cantando y levantando los brazos al cielo. Con las gotas resbalando por esa especie de tonsura descuidada que llevaba en la cabeza. Sonreía y se desgañitaba gritando el nombre del Atlético de Madrid sin motivo aparente. Incluso cuando los jugadores habían ya desaparecido. ¿Por qué lo hacía?, preguntarán los invasores ingleses que controlan los micrófonos. Es absurdo tratar de explicárselo. No lo pueden entender.

@enniosotanaz