Erase una vez en... Madrid.
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En una de las escenas más memorables de una de mis películas fetiche de todos los tiempos (la fabulosa “Érase una vez en America” del italiano Sergio Leone) un joven ratero de la parte judía del barrio de Brooklyn llama y espera en la puerta de una vecina de su bloque ataviado con sus mejores galas y con un pastel de nata. Patsy sabe que su vecina es una de esas jóvenes del barrio de moral distraída que la necesidad de los crudos años 20 en Nueva York ha llevado a crecer antes de tiempo y a no tener reparos en intercambiar dinero, en cualquiera de sus formas, por favores sexuales. Patsy ha conseguido acordar con su vecina un precio y sabe que a cambio de uno de los pasteles de nata de la tienda de abajo será por fin capaz de adentrarse en el enigmático mundo de los placeres de la carne pero aquellos pasteles no son algo al alcance de cualquiera. Patsy es pobre y pasa tanto hambre o más que su deseada meretriz. Aun así consigue reunir el dinero que le permite comprar el dichoso pastel que lo dejará entrar en el paraíso. Enrique Cerezo no creo que sea nunca consciente de ello (a pesar de su profesión oficial) pero cuando el cine se transforma en arte a veces las palabras no son necesarias. En una hermosa escena sin palabras Patsy mira una y otra vez el pastel mientras espera. Abre el envoltorio devorado por la curiosidad pero lo cierra imaginando lo que está por venir. Su cabeza, su instinto y su corazón se pelean entre si pero el hambre de un crio sin caprichos hace querer volver a ver ese pastel que nunca ha tenido la suerte de probar. Así que decide abrirlo de nuevo y comerse un pequeño trozo sin que se note. Ese pequeño trozo lleva a otro trozo y ese otro trozo a la guinda. Mientras el crescendo de la sobrenatural música de Ennio Morricone lo envuelve todo Patsy acaba comiéndose el pastel hasta la última miga dándose finalmente por vencido. Cuando la vecina sale al rellano allí ya no queda nada.
Ahora mismo me encuentro viviendo esa escena en mis carnes pero no es que esté a las puertas de una renqueante casa de lenocinio. No al menos con la misma intención. Lo que estoy es ante la posibilidad de dejar definitivamente de sufrir con el Atleti. Con este Atleti. Con la casa de lenocinio que es hoy el Atleti. El precio es conocido y las condiciones están acordadas. Miro el teléfono y sé que bastaría hacer una llamada para decir que no quiero que me facturen el recibo correspondiente al abono 2011/2012 que expende el todavía hoy llamado Club Atlético de Madrid. Sólo eso. El resto vendría de forma natural. El espacio de los fines de semana lo ocuparían otras cosas. El olvido mutaría a desinterés y el desinterés en desprecio. La distancia pondrá cordura y sensatez y el tiempo cicatrizarán las heridas sin dejar apenas marcas. Las razones son obvias, los motivos son todos.
Muchas personas lo han hecho antes que yo. Muchas otras personas lo están haciendo ahora mismo. Personas orgullosas e inteligentes. Colchoneras hasta el tuétano y magulladas en la pelea. Personas por las que guardo el mayor de mis respetos. Amigos, hermanos. Anónimos personajes por los que tengo admiración. Compañeros de tertulia, camaradas del ciberespacio. Reputados periodistas de despierta inteligencia. Seres queridos de todo orden y condición dentro y fuera del Atleti me dicen que por el bien de mi salud corte el cordón umbilical con eso que una vez me dio la vida y que hoy respira con dificultad estando terminalmente podrido. Eso que durante tantos años ha albergado una parte de un corazón que ensanchó para albergar alegría y emoción pero que hoy sólo alberga vergüenza, rabia y decepción.
Pero abro el envoltorio y no veo a Manzano o al Kun o a Cerezo. Veo a Luis Aragonés a Dirceu y a Vicente Calderón. Meto el dedo y cuando me lo llevo a la boca no paladeo las declaraciones de MA Gil, ni las hoy infectas gradas del estadio, ni el juego soporífero liderado por De los Santos, ni la enésima derrota contra el Madrid, ni la tradicional portada del MARCA con alguien o algo defecando en el escudo del Oso y el Madroño. A pesar de lo que mis ojos ven me viene el recuerdo del sabor de ganar una Copa del Rey en el Bernabéu abrazado a mi hermano, de los amigos que hice en aquellas durísimas y parcialmente vacías gradas de cemento del antiguo Manzanares, de ganar al Madrid estando por encima de ellos en la clasificación, de querer imitar a Dirceu, a Rubio, a Alemao, a Shuster, a Pantic, a Caminero, a Setien, a Juninho,… o de ver como los equipos venían a encerrarse porque mi equipo siempre salía a ganar. De tantos vikingos que no nos entendían pero envidiaban la forma en la que vivíamos nuestra afición, de las cervezas eternas en ese minúsculo bar de la arganzuela, de los copazos en La Taberna Fantástica, de la vuelta tras los partidos comentando la jugada con el Richy, con el Teno y con mi hermano. Del cálido abrazo que me di en Hamburgo con el señor que tiene el abono delante del mío y de que todos sepan en todos los sitios que soy del Atleti. Y quiero estar lo más cerca posible de todo eso. Trato de pensar en los placeres que me deparará una vida libre de la condena del peso muerto que supone cargar con este Atlético de Madrid disecado y mugriento pero no puedo dejar de recordar el sabor de la nata. Miro a la puerta y miro al dulce y no sé qué hacer. Pecaré en cualquier caso.
Al final de la película Max descubre al espectador que en realidad no murió a manos de la policía en aquella extraña redada que obligó a Noodles a huir de la gran manzana. No sólo está vivo, es millonario, se quedó con el millón de dólares de la pandilla y ahora es un reputado político sino que además está casado y tiene un hijo con Deborah, el amor de la infancia del propio Noodles. En ese momento Max pone un revolver en la mano de su antiguo amigo y le pide que sea él quien acabe con su vida al no tener el valor de hacerlo por si mismo. La respuesta de Noodles es la que yo daré el día que me pidan dar el tiro de gracia o certificar la defunción del Atlético de Madrid. Es quizás la respuesta que puedo dar hoy mismo independientemente del tiempo que quiera seguir conscientemente engañándome. No sé de qué me habla. Yo a usted no lo conozco. Yo tenía un amigo llamado Max (Atleti) pero desgraciadamente murió hace muchos años a manos de la policía (giles & friends). Usted tiene la misma cara no puede ser mi amigo. Él nunca hubiese podido hacer esto.
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Yo dejé de ir al campo por varios motivos a la vez. El principal fue el aburrimiento. Antes (cuando se jugaba los domingos a las cinco) quedaba con los amigos después de comer y no volvía a casa hasta después cenar. Los últimos tiempos llegábamos pegados al principio del partido y al acabar cada uno a su casa. Lo dejé aburrido de lo que veía en el terreno de juego, aburrido de lo que salía de la grada, aburrido de lo que vendían los «dueños» y aburrido del trato de la prensa.
http://www.ondacero.es/mp_series1/audios/ondacero.es/2011/06/09/00003.mp3
Quizás escuchar del minuto 10:45 al 16:20 te sirva de alguna ayuda en tu decisión.
En ellos Ángel Rodríguez cuenta el nuevo modelo de club que Gil Marin le habrá chivado a Jano Mori para que lo digan en antena. Es triste, pero interesante, conocer lo que nos espera. El punto de no retorno cada vez está más próximo.
P. D.: A mí también me encanta «Erase una vez en América»: su tristeza, su música y su historia sobre la amistad. De la evolución de la amistad de la infancia a la juventud y de esta a la madurez. Evolución que yo sufrí los domingos de fútbol en el Calderón.
Redonda, definitiva, que diría aquel Pumares. Tengo que volverla a ver, aunque sean más de tres horas, porque hace mucho que no lo hago.
Yo con todo el dolor de mi corazón ya me di de baja el año pasado, no doy ni uno solo de mis euros para que lo gestionen la banda de mafiosos que a robado mi Atlético de Madrid, es triste pero creo que es la única forma de que se planteen el marcharse, tocándole lo que más les duele, el bolsillo.
No creo que sea menos Atlético por eso, sigo queriéndolo como el primer día y lo seguiré aunque sea con el rabillo del ojo para cuando la situación cambie, confío en que esto sea así tarde o temprano, volveré a estar de los primeros ahí, hay que obligarles a marcharse y creo que esta es la única forma.
El eterno problema, ¿se hace caso al corazón o se hace caso a la cabeza?.
Yo me di de baja y aunque tengo el mono del Calderón, sigo usando la metadona de ver a mi equipo en AL JAZEERA SPORTS, que se, que de los 80 euros que pago al año, los golfos no reciben ni un céntimo.
Ennio, como siempre es un placer leerte.
Saludos
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