Chau, no va más.
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Liga 2016/2017,
Vicente Calderón
Hacía un rato que habían terminado todos los actos en el Calderón
pero yo no quería irme. Sabía que en el momento en el que entrase en el
vomitorio sería la última vez que lo haría. Sabía que según bajase esas gastadas
escaleras de cemento que he bajado un millón de veces estaría dejando un gran
pedazo de mi propia vida. Que estaría despidiéndome de un lugar que me ha servido
de referencia para explicar casi todas las cosas, buenas y malas, que me han
pasado hasta hoy. Un lugar que aparece siempre en mi relato. Como un
eje ortogonal. Como un asidero. Como una brújula. Como una muletilla recurrente
que me ayuda a explicarme.
Se va el Calderón, sí. Para
siempre. Y quizá debería sentirme afligido (y lo estaré) pero hoy no. No puedo
estarlo después del día tan maravilloso que he pasado.
Decía Victor Hugo que la melancolía es la felicidad de estar
triste y quizá sea eso. Que puedo convivir tranquilamente con esa especie de
tristeza etílica que me ayuda a soñar sin que mis pies se paralicen.
Sin ser tan cretino de querer cambiar un pasado que no se puede cambiar. Sin
tener que sufrir por cosas que todavía no han ocurrido. Sin obligarme a tener que renunciar voluntariamente a algo a lo que no
quiero renunciar. Que me hace sumamente feliz. Sé que volveremos a reír y a llorar y a cantar goles y a
beber cerveza y a abrazarnos y despedirnos hasta el siguiente partido. Claro
que lo haremos. Exactamente igual que lo hemos hecho hoy. Por mucho que ahora
mismo sea incapaz de contener el llanto.
Se va el Calderón, sí, pero se
va por la puerta grande. Con los suyos. Con los nuestros. Ganando a nuestros
padres fundadores con un juego “sensacional”. “Gustando del fútbol de emoción”.
Con un doblete del niño Torres. Coreando los nombres de los héroes que forjaron
su leyenda. Soñando con el mañana. Orgullosos de nuestro ayer. Sin aspavientos.
Sin ostentación. Siendo el Atleti. Celebrando el título de liga de unas
deportistas que han venido para quedarse. Con dignidad y elegancia. Teniendo
rematadamente claro lo que queremos y lo que no queremos ser.
Se va el Calderón, sí. Claro
que se va. Igual que se fue Ilsa Lund. Igual que se fue Noodles. Con la voz
quebrada de Gárate y con la ovación cerrada a Margarita, esa dueña legendaria del
córner de Pantic. Con la sonrisa de Futre congelada en el tiempo y el esforzado
paseo de Leivinha. Con niños correteando con la camiseta rojiblanca por el
campo. Con la megafonía estropeada y los asientos sucios. Con el cielo plomizo
y al abrazo de mi compañero de grada. Ese tipo del que lo único que sé es que
es del Atleti pero del que no necesito sabe nada más. Con Gabi superado por el
peso de una afición que no necesita escucharlo para saber lo que dice. Rodeado
de amigos. Con el rostro contenido de Luis Aragonés, que también estaba allí. Con la imagen borrosa de unas
lágrimas imposibles de contener. Con el silencio mesiánico que aparecía entre
las palabras de Simeone, ese tipo al que le debemos tanto. Con Adelardo y Juan
Jose Rubio. Con Irureta y Griezmann. Conmigo. Con mi hermano. Con el Atleti a flor de piel. Con el
Atleti en carne viva.
Hacía un rato que habían
terminado todos los actos en el Calderón pero no quería abandonar la grada
porque me resistía a dejar todo eso en el olvido. Porque no quería que se
acabase un día que había sido extraordinario. Porque nunca he querido irme del
Vicente Calderón y porque sigo sin entender que tengamos que hacerlo. Porque no
quería tener que volver a asumir que las cosas no salen siempre como uno
quiere. Pero es en ese momento cuando me he acordado de mi Padre. Como tantas
otras veces. Del primero que me llevó a ese campo. De aquel primer día. Del
lugar del que salimos para venir a pisar la grada del
Vicente Calderón. De mi casa. De mi hogar. De ese minúsculo espacio sin
comodidades en el que crecí feliz. De aquel lugar que ya no puedo visitar
porque ya no está pero que sé que nunca
dejará de existir mientras yo siga vivo. De ese sitio que tengo guardado aquí dentro. Muy dentro.
Entonces lo entendí. Dejé de hacer fotos, lancé un último beso al horizonte, solté un
guiño cómplice al césped y me di la vuelta, encarando la salida con una
sonrisa en la cara. Tarareando el trozo de una canción que escribió el escocés
Mike Scott y que lo explica todo. “Me doy cuenta de que he deambulado muy lejos
de casa, pero es que mi casa está conmigo, donde quiera que yo vaya”.
Chau, no va más, que diría Goyeneche.
@enniosotanaz
Foto de Javier López.