Chelsea FC 1 - At. Madrid 3
No eran todavía las once de la noche pero el día ya se había terminado. Había pasado todo lo que tenía que pasar. En la calle los viandantes disfrutaban de una temperatura magnífica pero el salón de mi casa parecía un horno de pirólisis. Daba igual. Las sensaciones y los sentimientos estaban en otro sitio. Dos adultos, responsables y provechosos para la sociedad, nos abrazábamos torpemente dando saltos anárquicos que podrían parecer ridículos a ojos ajenos. Sudando euforia. Intentando emitir gritos guturales que, al menos en mi caso, no conseguían salir porque la garganta no daba ya para más. Oliendo a felicidad. Una felicidad que lo impregnaba todo y que salía a borbotones desde una pantalla de plasma en la que podíamos ver lo que en ese mismo momento estaba pasando a orillas del Tamesis, en el acomodado barrio de Chelsea (¿o era Fulham?). Un grupo de deportistas, de atletas, de atléticos, de amigos, un puñado de grandes profesionales, un señor equipo, alzaba los brazos al cielo londinense delante de miles de colchoneros entregados que parecían su prolongación en la grada. No lo parecían, lo eran. Matizado todo con esa pasión enfermiza, densa, intensa y muchas veces incontrolable que no todo el mundo es capaz de comprender. En ese momento, con el planeta tierra poniendo los ojos en el equipo de mis amores, con los jugadores correteando por el césped de Stamford Bridge, con los valientes de la grada disfrutando de su momento histórico, con el móvil si parar de pitar, recibiendo mensajes de felicitación desde cualquier esquina del mundo, con mi hermano (¡y el Richy!) al teléfono, mi padre gritando en su casa, mi tío celebrando la victoria en Abu Dhabi, con el recuerdo de mi abuelo en la cabeza, los amigos de los 50 lanzando whatsapps sin parar y abrazado a mi amigo Teno, recordé una frase de Séneca con la que algún día tendré que hacerme una camiseta: un hombre sin pasiones está tan cerca de la estupidez que sólo le falta abrir la boca para caer en ella.
La noche empezó con nervios. No podía ser de otra forma. Por mucho que el insoportable rodillo mediático con el que tenemos la mala suerte de convivir los madrileños se hubiese encargado de hacernos recordar lo insufrible que va a ser vivir en esta ciudad con el equipo de TODOS, el “único” que para la prensa existe en este país y en esta ciudad, alcanzando la final de Champions, según se acercaba la hora del pitido inicial todo se olvidaba y la temperatura de la sangre que corría por las venas colchoneras se acercaba peligrosamente al punto de ebullición. Empezó el partido y el Chelsea impuso desde el principio su criterio. Ritmo pausado, pocos espacios y ningún riesgo. El Atleti, desposeído de las obligaciones de jugar en casa, aceptó el reto y se adaptó a esa forma de hacer fútbol que, en mi opinión, tan poco le conviene. Juego táctico en el que ganó Mourinho. El Atleti sin intensidad ni velocidad es una versión reducida de si mismo y aunque la situación estaba controlada, el balón dominado y los espacios cerrados, las posibilidades de ser diferente o de morder también eran limitadas. Mourinho lo sabía, pero el ya había apostado en la ida por esa versión del fútbol en la que el primero que falla, pierde. Koke estuvo a punto de dar la sorpresa nada más comenzar el encuentro lanzando un balón al larguero en eso que antes se llamaba centro-chut, pero ahí se acabaron las ocasiones.
Mediada la segunda parte pudimos darnos cuenta, por fin, de que el Chelsea es un equipo que triplica el presupuesto al Atleti y que eso le permite tener en su plantilla a jugadores como Hazard o William, capaces de vivir entre las rígidas ecuaciones de su entrenador e inventar cosas. El belga fue el que más talento puso por parte de los blues y el único capaz de buscar las cosquillas a la defensa atlética, especialmente por el lado de Juanfran, pero fue William el que realmente la lío, precisamente por el lado contrario. Jugada imposible en la que consigue marcharse de dos defensores, Filipe y Godin que no es cualquier cosa, para meter un balón al área que remata Fernando Torres, da en la pierna de Mario Suarez y entra en la portería de Courtois. El madrileño no celebró el gol pero a mí eso me daba igual. 1-o. Mal asunto.
Los cuervos negros aparecieron en lontananza y los buitres empezaron a volar en círculos salivando ante la presa que se avecinaba. Mourinho tenía el partido que quería y lo que hasta ese momento había mostrado el Atleti no parecía demasiado como para dar la vuelta al partido. En ese instante todos reparamos en que lo que estaba en juego era nada menos que una final de Champions. Palabras mayores. Pero es precisamente ahí, en esas circunstancias, dónde se mide a los equipos sobresalientes y el Atleti volvió a demostrar, en el mejor de los escenarios y con la mejor de las formas, que es un equipo sobresaliente. Levantó el pie del freno, dio un paso adelante, se adueño del balón y agarrado al escudo se fue a por el partido. Empezó a jugar en campo contrario con personalidad y sin complejos delante de un Chelsea que sí, se dejaba “querer”, pero que no sabía lo que se le venía encima. Antes de llegar al descanso los del Cholo ya habían dado la vuelta a la eliminatoria en una jugada prodigiosa que quedará en los anales de colchonerismo. Iniciada por un Koke que ayer se revalido como uno de los mejores centrocampistas del mundo, tirándose con rabia al suelo para recuperar un balón que se marchaba. El balón acabó en Tiago que realizó un cambio de juego hacía el lado derecho por el que entraba Juanfran. El lateral, nervioso en algunas fases del partido pero que nunca perdió la cara, consiguió tocar la pelota en la misma línea de fondo para meter un balón cruzado al segundo palo por donde llegaba Adrián. El asturiano había sido la gran sorpresa de la alineación. Simeone buscaba desborde e improvisación frente a una defensa cerrada como la londinense, lógico, pero las garantías que ofrecía el jugador eran muy pocas a tenor de la pésima temporada que había realizado. Pero Simeone es un hombre de fe y fe es lo que tiene en un jugador que él mismo cataloga de diferente. Adrián respondió realizando un partido más que decente y marcando probablemente el gol más importante de su carrera hasta el momento. Con la derecha, rematando con la espinilla, consiguió meter la pelota cercana a la escuadra y subir el empate a 1 al marcador. El Club Atlético de Madrid estaba en la final de la Champions League en ese momento. Y ahí se quedó.
La segunda parte fue sencillamente un tratado de fútbol contemporáneo por parte del Atleti. Opino que el debate sobre el mejor estilo para jugar al fútbol, esa bobaba de la posesión frente al contrataque, es una solemne estupidez. Una simplificación barata de algo mucho más complicado. De la misma forma que creo también que el futuro del fútbol pasa por equipos capaces de manejar varios registros en el mismo partido. De jugar replegado cuando hace falta, de manejar el balón si es necesario, de atacar y de defender. Eso es lo que hizo el equipo de Simeone. En lugar de colocar el autobús sacó al equipo del área y presionó arriba. En lugar de ceder el balón al Chelsea se lo quitaba cada vez que estos pretendían tenerlo en zonas de peligro. En lugar de jugar asustados prefirieron hacerlo con alegría. Con la valentía de un equipo que no se siente inferior a nadie.
Diego Costa llegó con habilidad a un balón bombeado en el área del Chelsea teniendo la picardía de meter el pie antes de que lo hiciera Eto’o. El camerunés, impropio de un jugador de su talla, cometió un error digno de principiantes, regalando un penalti que resultaba definitivo. Esas son las cosas que pasan cuando los 22 futbolistas están en tu área y obligas al delantero centro a tener que defender. Ni los penaltis fallados ni el nefasto estado del césped en el punto fatídico fueron capaces de desconcertar a un Diego Costa que marcando la pena máxima ponía el partido franco y mataba los fantasmas del pasado. El abrazo con Simeone en la grada segundos después confirmaba todo eso. Desde ese momento hasta el final del partido el Atleti siguió dando una lección de fútbol que debería proyectarse en todas las escuelas pero especialmente en las de nuestro propio club. Si los de Mourinho parecían entregados ya a esas alturas lo parecieron todavía más después del tercer tanto. Un gol de el más grande. El genio de Bayrampasa. El gurú del ardaturanismo. Un tipo que remató de cabeza al larguero para recoger el rechace y marcar con el pie. Así es Arda Turan. Y yo me alegro.
Todavía no soy capaz de asimilarlo pero tengo tiempo para hacerlo. El Atleti, cuarenta años después, está en una final de la máxima competición de clubes del mundo. Mi equipo. Soy muy feliz por ello pero lo soy todavía más porque me siento totalmente identificado con esa plantilla, con ese entrenador y con esa forma de enfrentarse a la vida. Con humildad pero sin miedo. Con respeto pero con orgullo. Con ambición pero sin soberbia. Como fue, es y debería ser siempre el Club Atlético de Madrid. Que nadie vuelva a olvidarse de ello.