Meretrices
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Artículos 2012/13,
Falcao
"La desgracia de Don Quijote no fue su fantasía, sino Sancho Panza” (Franz Kafka)
La primera vez que vi a Falcao con la camiseta del Atlético de Madrid todavía me dolía esa víscera tan en desuso en los tiempos modernos que algunos llaman corazón. Me ocurrió lo mismo cuando vi por primera vez a Forlán o a Courtois o a Agüero. No piensen por tanto que hablo exclusivamente del colombiano. Mientras a mi alrededor el grueso de aficionados entiende perfectamente ese nutrido ramillete de tesis que explican “perfectamente” la salida de los ídolos del Atleti, a mí se me tacha, con una socarrona y soberbia sonrisa en la mayoría de los casos, de romántico. De ingenuo. De estúpido. Sólo un estúpido puede al parecer mezclar amor y sentimientos en la putrefacta ecuación del fútbol. Intento asimilar la razón de que aficionados de fidelidad ciega, que llevan décadas pagando el abono de un equipo que durante todo ese tiempo no ha jugado ni a la taba, me intenten convencer de que es “normal” eso de irse del Atlético de Madrid para “mejorar”, pero no lo entiendo. ¿Cómo puede decirme un colchonero que es mejor estar en un sitio que no es el Atlético de Madrid? ¿Qué hacemos nosotros entonces que no nos vamos allí también?
Aclaran que yo soy aficionado y los jugadores son profesionales, como si eso lo explicase todo. Y yo tiro de referencias. De las de todo el mundo, porque todo el mundo es también profesional en algún sitio. ¿Qué es eso de ser profesional? ¿Realizar fríamente un desempeño en función de la remuneración? ¿Ceñirse a lo que se ha establecido en un acuerdo contractual llamado contrato? ¿Deberíamos entonces acordarnos de los familiares de los profesionales cada vez que fallan un gol cantado? ¿Retirarles la nómina si no cumplen objetivos? ¿Pitarles hasta la extenuación cada vez que tienen un mal partido o fallan un penalti? ¿Ignorarles fuera del estadio? Resulta que no. Resulta que nosotros entendemos que son jugadores del Atlético de Madrid con nuestro escudo al pecho y que como tales entran directamente en nuestros corazones y en nuestros sentimientos. Y claro, es diferente. Ahí sí cuenta la emoción. Cuando fallan les aplaudimos para animarles porque son de los nuestros. Y ellos se emocionan, claro, y nos devuelven los besos. Y nos quieren. Y les queremos. Y dicen exactamente las cosas que queremos escuchar creyendo además, nosotros, que lo dicen de corazón. Y resulta que consiguen un contrato publicitario porque un montón de personas que se identifican con el Atlético de Madrid, por ende, se identifica con ellos. Y compramos lo que nuestros ídolos nos dicen que hay que comprar pero lo compramos no por ser excelentes profesionales sino porque son el Atlético de Madrid. Somos ese equipo que dobla los socios cuando baja a segunda o que aplaude a sus jugadores cuando pierden la Copa del Rey. Aptitudes, nada profesionales, que sin embargo los “profesionales” aceptan gratuitamente como suyas. Entienden perfectamente nuestra causa cuando se besan el escudo o regalan almibaradas declaraciones que planeando lentamente delante de nuestro subconsciente aterrizan con fuerza en la parte sensible que todos y cada uno de nosotros tenemos dentro. Lo saben también cuando se suben a la grada a demostrar su amor por los colores o a pasear su colchonerismo por las calles de Madrid subidos en un autobús.
Pero llegado el momento, normalmente años antes de lo que marca ese contrato que como profesionales han firmado, deciden “mejorar”. Ese concepto tan sumamente ambiguo y maleable que se moldea según las circunstancias. “¿Tú no te irías a otro sitio si te pagaran más?”- me preguntan. Mi respuesta es lógicamente negativa. “Claro, pero tú eres aficionado y ellos profesionales”. ¿Profesionales?
Hagamos un ejercicio de ficción. Supongamos que Falcao (o el que quieran) el día de su presentación hubiese dicho, con sus propias palabras, que venía al Atlético de Madrid porque era el equipo que más le pagaba y además porque en un par de años podría conseguir un contrato mejor en otro equipo más grande. Supongamos que Falcao hubiese metido los mismos goles y hubiese jugado todavía mejor pero cada vez que le hubiesen preguntado por el Atleti, su historia o su afición, hubiese dicho que no sabe de qué le están hablando y que es un tema que ni le va ni le viene. Que él sólo se pone la camiseta del Atleti por dinero y no por gusto. Que él es un profesional y que está de paso hacia otros equipos. Que ojalá pudiera algún día, como profesional, jugar en el Real Madrid porque es el mejor equipo del mundo y dónde más pagan. Que no hubiese aplaudido nunca a la grada, ni hubiese tenido esos entrañables gestos de “colchonero”, etc… Hubiese sido igual de honesto y profesional (probablemente incluso todavía más) pero me temo que su vida, emocional y económicamente hablando, hubiese sido muy diferente en Madrid. ¿Por qué no hizo todo lo anterior entonces? ¿Ha sido profesional? ¿Ha sido honesto? ¿Merece mi cariño?
El fútbol se ha convertido en un pastiche tramposo. Un parque temático construido sobre medias verdades en el que se aplican las reglas pragmáticas y mercantiles del capitalismo más furibundo mientras se pretende vender sentimientos, pasiones, amor irracional y fantasía a través de packs homologados. Mentira. Por supuesto que mezclo los sentimientos con el fútbol. Todos los aficionados (junto con los periodistas enamorados de su profesión) deberíamos hacerlo. Acepto que de forma racional y lógica pero no aparcando el corazón en el vertedero como algo de lo que sentirse avergonzado. De otra forma que no cuenten conmigo. Si todos los agentes del fútbol nos guiásemos por las reglas del pragmatismo y la profesionalidad tan sólo un puñado de equipos tendrían aficionados. El Atleti no tendría sentido. Los aficionados al fútbol lo somos a unos colores, a unas siglas, a unos valores indeterminados, a una tradición o a algo intangible y mágico que cada uno de nosotros vemos en nuestro equipo. Fe inquebrantable de difícil explicación que desata pasiones y calidez incluso entre las personalidades más frías que pueblan la tierra. Pido a los aficionados que actúen como tales, como aficionados y no con la mentalidad de empresarios o directores deportivos que no son. El poder no nos quiere auténticos porque entonces somos imprevisibles. Mejor respondemos al cliché. Somos una cohorte de humanos que de forma irracional, reconozcámoslo, hemos decido voluntariamente regalar nuestra pasión y nuestro dinero a unos colores a través de reglas ingenuas, románticas y si quieren peregrinas. Por eso no deberían intentar explicarme los sueños con ecuaciones, integrales, escuadra y cartabón. Es estúpido. Es tramposo. Que les aplique a ellos. A mí no.
No pido tampoco que los jugadores de mi equipo sean como un aficionado entregado a la causa si no lo son o no lo sienten, pero al menos exijo que no me engañen. Que sean coherentes y consecuentes con sus propias decisiones. Si quieren ser profesionales que lo sean siempre y desde el principio, dejando claras las dudas, los objetivos y los sentimientos. Sin insultar mis creencias ni mis emociones, que son también las de otros cientos de miles, porque eso es lo que ha mantenido viva esta institución más de cien años. Si los jugadores quieren entender el club, y llevarlo tatuado en su ADN serán bienvenidos, adorados y elevados a la categoría de héroes pero eso tiene un coste y no pueden bajarse en marcha a su antojo, explicándome la realidad entonces a través de números, resultados, cifras o títulos porque no es esa la escala en la que se mide la afición, ni el amor ni los sentimientos. Eso es humillarme. Mentirme. Despreciarme. O una cosa o la otra. Si son putas que se ahorren los besos en la boca.
“El sentimiento es una flor delicada. Manosearla es marchitarla” (Mariano José de Larra)