¡Vamos chicos!
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Valencia 0 - At. Madrid 1
Siento una gran lástima por la gente a la que no le gusta el fútbol. En realidad siento una gran lástima por esa gran cantidad de gente que no es capar de sentir pasión por nada, ni siquiera por el fútbol. No es cuestión de ponerse a teorizar, aquí y ahora, sobre la vida y sus circunstancias pero uno está plenamente convencido de que esa tibieza de la gente para con sus sentimientos está más relacionada con la pereza y el miedo que con cualquier otra cosa. Sentir pasión verdadera, desnudarte emocionalmente, agarrarte a una idea con ardor enfermizo tiene el riesgo de toparte con un muro de realidad o de falsedad o de decepción que hace mucho daño. Tanto como alta sea tu apuesta inicial. Este miedo a la decepción es lo que, para mí, hace que la gran mayoría de humanos prefieran tomarse la vida de otra manera. Lo respeto pero siento lástima por ellos. Asumiendo esto de la vida de una forma tan saludable evitará desde luego que pasen el día de nervios que yo he pasado antes de la semifinal o que pasaré dentro de dos semanas en la gran final de Bucarest pero a la vez me temo que evitarán del mismo modo sentir lo que es vivir. Sentir a flor de piel. Mascar, degustar y tragar la felicidad verdadera. Esa que no sabes de dónde viene. Esa que no se puede explicar ni repetir. Esa que es imposible comprar con dinero.
Siento una gran lástima por la gente a la que no le gusta el fútbol. En realidad siento una gran lástima por esa gran cantidad de gente que no es capar de sentir pasión por nada, ni siquiera por el fútbol. No es cuestión de ponerse a teorizar, aquí y ahora, sobre la vida y sus circunstancias pero uno está plenamente convencido de que esa tibieza de la gente para con sus sentimientos está más relacionada con la pereza y el miedo que con cualquier otra cosa. Sentir pasión verdadera, desnudarte emocionalmente, agarrarte a una idea con ardor enfermizo tiene el riesgo de toparte con un muro de realidad o de falsedad o de decepción que hace mucho daño. Tanto como alta sea tu apuesta inicial. Este miedo a la decepción es lo que, para mí, hace que la gran mayoría de humanos prefieran tomarse la vida de otra manera. Lo respeto pero siento lástima por ellos. Asumiendo esto de la vida de una forma tan saludable evitará desde luego que pasen el día de nervios que yo he pasado antes de la semifinal o que pasaré dentro de dos semanas en la gran final de Bucarest pero a la vez me temo que evitarán del mismo modo sentir lo que es vivir. Sentir a flor de piel. Mascar, degustar y tragar la felicidad verdadera. Esa que no sabes de dónde viene. Esa que no se puede explicar ni repetir. Esa que es imposible comprar con dinero.
A las 7:00 de la mañana del 26 de Abril de 2012 (109 años después de que unos estudiantes vascos decidieran crear un club de fútbol en la capital que no tuviese nada que ver ni en forma ni en modos con un Madrid FC que ya adoctrinaba por entonces que sus genuinas artes) el que esto escribe mandaba a su cuenta de Twiter el siguiente mensaje: “¿Qué hago ahora yo hasta las 21:05?”. No era broma. No era gracioso. No era un intento de hacer un chiste ingenioso. Era la cruel realidad. Horas y horas de nervios contenidos. Horas y horas de vivir en un mundo el que tenía que hacer una cosa pero mi cabeza estaba en otro sitio. Horas y horas de no querer hablar de fútbol, ni ver noticias, ni dejar que cualquier cosa relacionada con la semifinal entrase en mi cabeza. No es una sensación agradable, pero es una sensación única. Es sobre todo el billete de entrada ese lugar escogido al que sólo acceden los que sienten la felicidad en su estado más puro e intangible.
A las 21:05, en la soledad del salón de mi alcoba (el resto de inquilinos decidieron no tentar a la suerte de esa alimaña que llevo dentro en momentos de nervios), adopté la posición oficial en el sillón de la suerte de mi casa (pies tocando el suelo, dedo pulgar izquierdo dentro de la mano derecha, etc…) y así me mantuve los 45 minutos que duró la primera parte. También los segundos. En los primeros compases las sensaciones eran buenas independientemente de la velocidad a la que mi corazón bombeaba la sangre. Alineación decente y jugando en campo contrario. Falsa percepción. Emery, ese personaje ridículo en el transcurso de un partido y que hace de la especulación en el fútbol un presunto arte, decidió ayer jugar al fútbol demostrando a sus aficionados (y a mí) que también sabe hacerlo. Aupado por el espíritu de la remontada y el ambiente de Mestalla pero también en una alienación valiente y arriesgada así como una disposición táctica brillante, el equipo valenciano se hizo dueño y señor del partido comiéndose a un Atlético serio y compacto pero aturdido. Los rojiblancos se echaron demasiado atrás, perdieron el balón (no sé con cuanto porcentaje de voluntariedad) y nuestra línea de peloteros (Adrián, Arda, Diego y Falcao) sufrió mucho haciendo lo que peor saben hacer: defender. Los levantinos elevaban la presión al máximo, abrían el campo con los laterales, equilibraban el medio centro dejando libertad de movimientos a sus jugadores de creación (especialmente Canales) para llegar con facilidad, velocidad y criterio a la frontal del área. El acoso era constante y la sensación de gol también. Nunca se sabe lo que hubiese podido pasar si el Valencia hubiera marcado en esos minutos de agobio pero no pintaba bien la cosa. Sin embargo estaba Godin (hoy si, soberbio), Miranda y sobre todo un Courtois que a modo de epifanía ha utilizado esta semifinal para eliminar el miedo que se le quedó incrustado en la piel durante el derbi.
La segunda parte fue otra cosa. Con Gabi sustituyendo a un Mario Suárez que nunca estuvo a la altura de las circunstancias el equipo siguió replegado pero más lejos de su área. El centro del campo empezó a no ser la autopista de la primera parte y encima llegó la desgraciada lesión de Canales. El cántabro fue hasta ese momento el mejor del partido y la clave táctica que revolucionó al Valencia pero ese giro de rodilla tiene una pinta penosa. Espero de corazón que no sea lo que todos creemos y pueda seguir jugando al fútbol como lo hace.
Con el equipo che algo desubicado tras la lesión y Mathieu buscando su sitio en el campo el Atleti sale de la cueva con el balón en los pies de Diego que mete un buen pase a lateral del área dónde aparece Adrian. Muy alejado del área y esquinado entiende rápido la falta de efectivos rojiblancos cercanos y decide empalar el balón para meterlo por la escuadra. El gol, independientemente de su significado, es una maravilla. Una obra de arte. Un gol que abre los ojos de esa estirpe de periodistas que únicamente sabe chapotear en el fango mediático del Madrid-Barça y que también caen rendidos ante la calidad superlativa del asturiano.
Fin del partido. Fin de la eliminatoria. ¡¡A la final!! Lo único reseñable tras el gol fue la absurda tangana que se formó en el área atlética tras una duda del árbitro respecto a un posible penalti que no fue y que impedirá a Tiago jugar la final por expulsión directa. Cuestionable la actitud del portugués que sin embargo creo que está siendo exagerada. Lo que realmente eché de menos no fue una lucidez de Tiago, complicada a todas luces en esas circunstancias, sino alguien con liderazgo en el campo capaz de coger a Tiago, llevárselo en seguida de la tangana y cortar el circo.
Y ahora la final. El único partido del campeonato en el que me da igual como se juegue. Yo en esto (también) soy de Luis Aragonés cuando dice que las finales no se juegan. Se ganan.
¡Vamos chicos!
The Boo Radleys – C’mon Kids