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¡Un abrazo!

EL HORROR...

Decía Oscar Wilde que para escribir solo hacen falta dos cosas: tener algo que decir y decirlo. Yo creo que el concepto de la frase se puede extrapolar a lo que significa entrenar un equipo de fútbol. Lo que no dice el señor Wilde es lo que hay que hacer para escribir bien, al igual que no sabemos lo que hay que hacer para entrenar bien. Es en ese punto tan sencillo donde nos topamos con la cruda realidad.

La pasada temporada del Atlético de Madrid, ciñéndonos a aspectos estrictamente futbolísticos, fue simplemente catastrófica. “El horror” que diría Kurtz en el corazón de las tinieblas. En mis ya más de 30 años de vida jamás de los jamases he visto a mi equipo jugar peor al fútbol. Es más, se me hace complicado decir que mi equipo estaba jugando al fútbol sin sonrojarme. Lo que hacían, lo que fuese eso, tenía la misma plasticidad que un campeonato de soga-tira en oiarztun, la misma dinámica que cualquiera de los bolardos plantados en el centro de Madrid, la misma pasión que una barra de pan y el mismo valor artístico que una declaración de hacienda. Al principio pensé que todo se correspondía con esa nueva tendencia ligada a ese eufemismo que pomposamente llaman fútbol moderno y que supuestamente va en conexión con esa nueva estirpe de entrenadores-científicos que quieren once decatletas en sus plantillas, que tienen enciclopedias de estrategia más grandes que el cossio y que manejan estadísticas detalladas de las veces que mea el lateral izquierdo del equipo contrario con las que sacan información crucial para marcar un gol de saque de esquina. Lamentablemente nada más lejos de la realidad. Yo veo jugar a los representantes de esa escuela, chelsea, Liverpool, Sevilla,... y disfruto viendo jugar al fútbol. La importancia sigue estando en meter el balón en la portería contraria, veo el balón correr con criterio, siento la velocidad, la agresividad, las ganas de derrotar al contrario. No es eso lo que vi el año pasado en mi equipo.

El año pasado lo que vi fue un equipo miedoso y cobarde que SIEMPRE salía al césped a especular cuando no directamente a defender. Eso era mi equipo. Once tipos perdidos obsesionados con tapar al rival y asustados de tener la pelota. Todos los parámetros que destacan en eso del fútbol moderno se transformaban en viñetas de Mortadelo y Filemon dentro del Calderón. El balón era un mal menor que pasaba por allí, la velocidad la ponía mi vecino de abono, el señor Manolo, en el minuto 35 de la segunda parte cuando salía del estadio escopetado conmovido de indignación. Las ganas de ganar se quedaban siempre en la grada hasta los últimos cinco minutos en los que jugar a la desesperada colgando balones a la olla ya es lícito. La portería contraria era ese inhóspito y retirado sitio a donde tarde o temprano se llegaba gracias a la divina providencia. Dar un pase al hueco o simplemente hacía adelante, pero con intención y apuntando, era esa sobrevalorada suerte de este deporte, peligrosa e inútil, que provoca ansiedad en alguno de los 20 medio centros que poblaban nuestro rocoso centro del campo. El pelotazo desde la frontal del área era el eje sobre el que construir la esencia del equipo. Las jugadas a balón parado eran esa incomoda particularidad del juego que hace que tu equipo se descoloque y que por tanto es mejor ignorar y malgastar. En definitiva era más divertido darse una vuelta por la Gran Vía, como bien se encargó de recomendar impunemente ese tipo que responde al nombre de Maniche, que aparecer por el Calderón.

Con todo lo malo que esto supone sin embargo no era lo peor. Lo peor, sin duda, era ese apestoso discurso que emanaba del banquillo y que como humaradas de olor a estiércol llegaba a la gente como yo, que también lleva la camiseta rojiblanca en el campo pero a diferencia de los que la utilizan profesionalmente conoce el significado del escudo que la viste. El discurso de la plantilla, que sospechosamente es el discurso de su entrenador, era mediocre, cobarde, capcioso y pendenciero. Ese mirar a los de atrás en lugar a los de adelante. Ese decir que perder contra el Valencia o el Zaragoza es “normal”, ese decir que perder 0-6 contra el Barcelona en tu estadio “sólo son tres puntos”. El permanente “todo esta bien, no pasa nada”. El circunloquio estúpido y nuevamente cobarde de decir que “60 puntos eran suficientes otros años para entrar en Europa”. Ese referirse a “Europa” como exclusivamente jugar la segunda división de las competiciones europeas y convertirlo en nuestro particular y satisfactorio Shangri-La cuando los colchoneros de corazón sabemos que el destino nos debe una copa de Europa que me gustaría ver antes de irme al otro barrio.

Pues bien ese mismo señor es el que regirá los destinos de nuestro equipo este año. Esa ha sido la genial idea del heredero Gil, ese antipático tipo que se hizo con las riendas del club por factores genéticos, y de su particular y útil doña Rogelia. A la altura sin duda del resto de despropósitos con que nos deleita esta pareja de baile desde hace años.

Entrenar no es decir los jugadores que salen al campo igual que escribir no es poner letras una detrás de otra. Es fácil confundir una cosa con la otra pero los que leemos libros y vamos a ver fútbol sabemos distinguirlo. En general cualquier ser humano es capaz de distinguirlo salvo que tener muchas acciones de una institución deportiva provoque algún tipo de lesión en el aparato nervioso que es algo que desconozco.

Da igual llenar el equipo de jugadores de nivel si nunca van a poder desarrollar aquello para lo que les han contratado. Estamos intentando construir un chalet con los planos de una zanja. Eso si, vamos a pagar la zanja a preció de palacete. Seguro que alguien sale ganando con el cambio.